lunes, octubre 28, 2013

Alfredo M. Cepero: LOS HIJOS

LOS HIJOS

Por Alfredo M. Cepero

Director de www.lanuevanacion.com

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Abordo este tema con la absoluta certeza de que me será muy difícil decir nada nuevo. A lo largo de la historia, filósofos, escritores, políticos, poetas y hasta militares han dejado testimonio de sus ideas y sus sentimientos sobre los seres que han contribuido a traer al mundo. Según sus formaciones y sus perspectivas cada uno ha puesto énfasis en aspectos diferentes de la difícil y sagrada misión de la paternidad. Yo admito que no seré la excepción de esta regla y espero que, por lo tanto, haya muchos que discrepen de mis opiniones y puntos de vista. Entre ellos mis cinco hijos, sus respectivos cónyuges y mis trece nietos.

De todas maneras, compelido por ese arrebato de aferrarnos a la inmortalidad que ataca a los seres humanos cuando nos sabemos cercanos al final del camino, me lanzo a la tarea reconociendo mis limitaciones pero sin temor a las consecuencias. Nunca como ahora he sentido con mayor intensidad la urgencia, el derecho y la obligación de decir lo que pienso. Si alguien se siente ofendido, aunque no renuncio a mi derecho, le pido disculpas con antelación.

Siguiendo un esquema didáctico se me ocurre que la relación con nuestros hijos pasa por tres etapas determinadas principalmente por el almanaque. Del nacimiento a los 10 años de edad, de los 10 a los 20 años y de los 20 años en adelante. Desde su nacimiento hasta los diez años de edad, nuestros hijos son una especie de página en blanco en la que es posible escribir según nuestro saber y entender el programa que determinará su conducta futura en la vida adulta.

Es durante esta etapa en que los padres podemos ejercer la mayor influencia en los hombres y mujeres que serán un día nuestros hijos. De ahí la importancia de servirles de ejemplo, más que con nuestros consejos, con nuestra forma de actuar frente a los retos que nos traiga la vida. H. Jackson Brown, un filósofo norteamericano nativo de Tennessee, lo dijo con diáfana claridad: "Vive de tal manera que, cuando tus hijos piensen en justicia, cariño e integridad, piensen en ti."

Entre los diez y los veinte son muchas las plumas que escriben mensajes, muchas veces contradictorios, en unas páginas que empiezan a ser influenciadas por numerosas fuentes externas como lo amigos, los maestros, los personajes notorios, la televisión y los medios sociales. Para los padres, esta es muchas veces una etapa de frustración y confrontaciones en las relaciones con sus hijos. Si a esto unimos las normales rebeldías de los adolescentes, los padres que no hayamos aprovechado la primera etapa habremos perdido la batalla de hacer de nuestros hijos ciudadanos útiles a la sociedad. Marco Tulio Cicerón, jurista y filosofo romano del siglo primero antes de Cristo, pareció vaticinar el futuro cuando dijo: "Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros".

Pasados los 20 años, el hombre o mujer adultos que una vez estuvieron bajo nuestra protección y tutela tienen el derecho de determinar su propio camino; así como el deber de asumir las consecuencias de sus decisiones. Aquellos padres que no supieron ser mentores y ejemplos de sus hijos harían bien en resignarse a ser simples testigos de los acontecimientos. Se les hizo demasiado tarde. Pueden, sin embargo, encontrar consuelo en las palabras del filósofo libanés Khalil Gibrán: "Tus hijos no vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen. Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues, ellos tienen sus propios pensamientos".

Pero, a pesar de todos los retos y sinsabores, no hay honor ni satisfacción mayores que los de ser padre. Nunca estamos más cerca de Dios que cuando formamos parte del plan divino por medio de la paternidad. Hasta un ateo como José Saramago, Premio Nobel de Literatura, coincidió con lo que acabo de decir cuando afirmó: "Ser madre o padre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado".

Por otra parte, militares como el General Douglas MacArthur, no hablan de miedo sino de coraje y deber. En su "Plegaria por mi hijo", MacArthur le pedía al Todopoderoso un hijo "cuya meta sea alta, que sea el dueño de sí mismo antes de tratar de dominar a otros hombres y que sea capaz de mirar hacia el futuro sin olvidar el pasado. Entonces, yo, su padre, podré susurrar, 'no he vivido en vano".

Otro esclavo del deber y soldado de la patria con un rango tan alto como el de MacArthur también hizo del deber y del honor las razones principales de su vida. En el prólogo de su libro Ismaelillo, José Martí le decía a su hijo: "Espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti". Y en "Mi Reyecillo", uno de los más bellos poemas del libro, Martí le advirtió sobre los peligros y la indignidad que vienen aparejados con la avaricia: "Más si amar piensas/El amarillo/Rey de los hombres/ ¡Muere conmigo!/¿Vivir impuro?/¡No vivas, hijo!" ¡Qué sabia y hermosa fórmula para templar el carácter y educar ciudadanos que funden y defiendan pueblos!

Martí, como en otros tantos aspectos de su breve pero fructífera vida, nos dio con estas palabras una lección de paternidad que no ofrecen los centros de enseñanza. Los hijos no son objetos que nos regalan para nuestro solaz y satisfacción. Nos los encargan por un tiempo para que hagamos de ellos sujetos de derechos y deberes con la capacidad de contribuir al bienestar de las sociedades en que se desarrollan. Luís Pasteur, el científico francés descubridor de la vacuna contra la rabia, coincidió con el Apóstol en la necesidad de templar el carácter: "No le evitéis a vuestros hijos las dificultades de la vida, enseñadles más bien a superarlas".

Por otra parte, el corolario que se desprende de las enseñanzas de todos estos hombres que, en sus tiempos, ejercieron influencia en el rumbo de los acontecimientos humanos es la importancia de la generosidad de los padres en el proceso de crear hombres y mujeres útiles. Cuando llega el momento inevitable de la separación, los padres debemos ser viento en las velas y no anclas en las barcas que llevarán a nuestros hijos hacia su vida futura.

No hay espectáculo más lamentable que el de esos padres que tratan de retener a sus hijos creándoles sentimientos de culpabilidad. Deben escuchar el consejo de Hodding Carter, el periodista y filósofo que escribió: "Solamente dos legados duraderos podemos aspirar a dejar a nuestros hijos: Uno, raíces; el otro, alas".

Por mi parte, aunque sin pretender haber logrado la perfección como muy bien me lo recuerdan ellos mismos, traté en mi tiempo de iluminar el camino por el que hoy transitan mis hijos. Cuando mi mujer esperaba uno de ellos le escribí al que todavía estaba por nacer: "Ten firme el puño para el combate/alta la frente si en la derrota/bien ancho el pecho para que sepas/andar sereno por la victoria".