martes, abril 24, 2018

Esteban Fernández: MIS PERIPECIAS CON UN MÉDICO ANGELINO Y UN MÉDICO HABANERO.

MIS PERIPECIAS CON UN MÉDICO ANGELINO Y UN MÉDICO HABANERO.


Por Esteban Fernández
23 de abril de 2018

Yo, como buen cubano, entre los remedios de mi madre y lo que aprendí de medicina con un negrito limpiabotas en el parque de Güines, prácticamente yo me considero médico.

Con los doctores me llevo a las mil maravillas, sin embargo, he tenido varias escaramuzas, confusiones, atrevimientos y errores de mi parte. Hoy les voy a contar dos anécdotas, una en Cuba y la otra en los Estados Unidos.

A Güines visitaba a una de las clínicas locales un famoso otorrinolaringólogo llamado Dr. Aucar. Mi padre decía: “Ese médico es una eminencia”.

Este después de hacerme un examen profundo decidió que para evitarme mis constantes gripes yo necesitaba operarme de amigdalitis y adenoiditis. Es decir, de la garganta y nariz.

Mi madre y yo nos sentamos frente al escritorio del magnífico cirujano y este se dirigió a mi mamá y le dijo: “Yo puedo venir de La Habana mañana mismo y opero al niño a las 12 del mediodía”.

Muy serio y en el colmo de los atrevimientos me dirigí al Dr. Aucar y le dije: “Imposible, yo mañana no puedo a esa hora, voy a estar muy ocupado”.

El médico luciendo un poco molesto, sin tan siquiera mirarme, le dijo a mi apenada madre: “Señora, a esa hora es a la única en que yo tengo espacio para atender a su muchacho, y yo lo que quiero que usted me diga es ¿en qué cosa puede estar tan ocupado un muchacho de apenas 12 años que le impide venir a operarse?”

Mi madre, sin saber que contestar, me miró suplicante para ver si yo tenía una de mis buenas respuestas para el médico.

Y yo con toda la seriedad que el momento requería le dije: “Doctor, con todo respeto, el problema es que a las 12 ponen en la radio a Los Tres Villalobos y precisamente mañana se va a saber la verdadera identidad de El Látigo Negro”.

Ahí mismo el atildado galeno soltó tremenda carcajada y me dijo: “¡Está bien, ganaste, voy a buscarte un espacio, y trataré de operarte a la tres!

Cuando regresé al otro día a las tres de la tarde le dije al médico: “Usted no me lo va a creer, doctor, pero el Látigo Negro es Rodolfo Villalobos con amnesia”. Y el galeno volvió a reírse.

Y aquí viviendo en Van Nuys cogí uno de mis acostumbrados catarros. Yo siempre trato de resolver y automedicarme hasta que no me queda más remedio que acudir al hospital.

Así fue, toma esto, toma lo otro, y nada, seguía igual. Era un viernes por la tarde cuando llamé al Kaiser Hospital y me hicieron un turno para el lunes bien temprano en la mañana.

El domingo por la tarde me fui al Vallarta Marquet y ordené una sopa de pollo. Ahí los empleados mexicanos le dicen: “Caldo de gallina”. Y yo les dije: “Sí, eso mismo, denme un caldo de gallina grande”. Simplemente porque nunca he podido olvidar que mi madre, Ana María, me metió en la cabeza que “la sopa de pollo era milagrosa”.

En lo que me preparaban el caldo me paré frente al estante de medicinas “latinas” y tremenda alegría que me dio ver pomos de Iodex. Me dije: “Ñooo, eso es lo que untaban en Cuba y me curaba en un día”.

Esa noche me embadurné aquella cosa en todo el cuello y el pecho. No sé si ustedes recuerdan el Iodex, es como una especie de Vic Vaporub    pero negro.

A la mañana siguiente me olvidé del ungüento negro y me fui para el Kaiser. Lo primero que el médico hizo fue pedirme que me quitara la camisa y ¡pa’que fue aquello!

Tal parecía que al galeno le iba a dar un soponcio, casi le gritaba a la enfermera: “Este paciente está completamente intoxicado, o le cayó un rayo encima, está electrocutado, llévenselo para el salón de emergencias”. Estuve como diez minutos tratando de explicarle al médico americano lo que era aquella pomada negra creada en India en el año 1919.